La primavera alargó nuestras ilusiones (segunda parte)



(el autor, sentado en el centro, cuando niño)

( capítulo quinto )

Ada era donosa, espigada, de pómulos salientes, mandíbulas cuadradas, con un principio de muesca hendida en su mentón. En las mejillas tenía dos hoyuelos que rendían el albedrío de tirios y troyanos. Su pelo pesaba mucho. Sólo vi una vez cabellos semejantes. Adornaban la cabeza de una chica suiza, lánguida y triste de desamor. Guapa y melancólica hasta decir basta. La helvética me contó que a veces le entraban jaquecas por soportar el peso de su melena. Comprobé que un pelo suyo era 3 ó 4 veces más grueso que uno mío.

El amor invitaba, llamaba, a Ada. Para darle cobijo, ella esperaba a estar de buena luna. Esa mujer no era el invierno, ni el otoño, ni el estío. Era la consagración de la primavera, con su boca llena de risas, que regalaba al universo y a cada uno de sus habitantes. De noche brillaba su piel y sus ojos tornaban de verdes a color miel de acacia. De manos largas y fuertes, como alados eran sus pies, del número 40, tan infrecuente entonces en la mujer made in Spain. Ni Ava Gardner, ni Rita Hayworth, ni Abbe Lane, ni Katherine Hepburn, eran dignas de besar por donde Ada pisaba. Alta era, quizás de tanto mirar al cielo.

Una vez, en La Pérgola de la Cuesta de las Perdices, me habló con una voz tan suave, profunda, y dulce que juro que me caí de la silla. En otra ocasión estábamos Ada y yo dentro del Seat seiscientos de su hermana, aparcado en el Paseo de Rosales. Le ofrezco un pitillo Rex o Récord, que no me acuerdo bien, y va y me lo agradece con una leve caricia de su dedo índice sobre mi mejilla. Al sentir su piel en la piel mía, me puse a llorar y salí corriendo. No paré hasta llegar a los altos del Cuartel de la Montaña. Me tumbé boca arriba y me dije “ya está”. Así me decía y repetía ciento quince mil veces. Aún hoy, mil años después, no sé a ciencia cierta qué era lo que “ya estaba”. Pero estaba.

Escribo con ojos que mojan los rayados pliegos de mi block y mano que corre sola sobre el papel, sin esperar a que mi mente ponga orden en mi lacerado recuerdo.


(décadas después, el autor en Amsterdam)


( capítulo sexto )

Hoy, en este puto otoño de la vida, comprendo que Ada tenía una manera humanista y laica de vivir su alegría, sus sentires. En medio del desierto, era la duna más alta, el oasis más feraz, el faro de nuestra Alejandría, el lucero de mi alba. La Justine de Durrell. Una diosa, hada de un boscaje que sufría la lluvia ácida del franquismo, lleno de gnomos confusos de pura medianidad.

Ada se apañó para salir indemne del asunto del profesor ayudante de derecho romano. Como rayo de sol por un cristal, sin romper las estructuras ni mancharse ella. Resulta que un profesorcillo salido quiso gustar la miel de Ada con su boca de asno. En aquella época una denuncia de lo que ahora ha venido en llamarse “acoso sexual” hubiera conducido muy probablemente a la expulsión de la alumna de la facultad y a la confirmación, o ascenso, del acosador. Así funcionaban las cosas. Cuando Ada se hartó de tanta insinuación, de tantos encuentros “causales” disfrazados de “casuales” en aulas vacías, de notas bajas cuando merecía altas y de veladas amenazas de ser suspendida en junio si no era posible tomar una copa tête a tête, pasó a la acción.

Un tal Vivancos, amigo por vía familiar, trabajaba en la secretaría de la facultad. Obtuvo el teléfono de la casa del lujurioso docente. Una mañana, mientras el profesor asno estaba en clase haciendo la pelota a su catedrático mandarín, Ada llamó a casa del abusador y habló con su sufrida esposa. “¿Está Ud. de acuerdo en que propinemos, a medias, a su maridito lindo una lección incruenta aunque olorosa? Soy una alumna de su cátedra y estoy hasta las tetas de aguantar al baboso que le ha tocado a Ud. en suerte”. La legítima se avino al juego. Ella también estaba hasta el moño de las infidelidades, o tentativas, del tontolculo de su Federiquito.

Ada citó al deshonesto y rijoso profesor en El Corzo, bar inglés sito en la calle General Sanjurjo. Para ello aguardó a la siguiente acometida. Es decir, pocos días. Advirtió a la señora esposa del lugar, día y hora de la cita que el gilí pensaba sería el inicio de un affaire con la chica más guapa y lustrosa que ja-más vieron los tiempos modernos.

A las 7,30 p.m. del día de autos, Ada llamó por teléfono a Jose, camarero de El Corzo, amigo y confidente suyo. Le dijo: “¿ves a un palomino casposo en la mesa del lado de la barandilla, la más cercana a la puerta? Pues vas y le dices que Ada no puede asistir a la cita. Pero te esperas para transmitir mi recado a que llegue una señora llorosa y cabreada. Se lo dices en voz alta, delante de ella. Gracias. Te debo una. Por cierto ¿te acordaste de mezclar las píldoras de Laxen Busto* en su copa? OK. Besos. Cambio y corto”. Recuerden: Laxen BUSTO “para cagar a gusto”.
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(la vida sigue, esta vez en Helsinki)


( capítulo séptimo )

En el verano que puso fin al primer curso de la carrera, monté un viaje, a dedo auto-stopero, con un par de amigos de la facultad.

Pretendía llegar hasta Viena (diez días de estancia), pasando por París (quince días de parada) y Fribourg en la Suiza romande (un mes de estudio, parada y fonda). Y así lo hice, porque quise y porque pude, gracias a que en las tres estadías “pegué la gorra” a modo.

En la Ciudad Universitaria de París, XIVème distrito, me alojé en el Colegio de España, a precios del eufemísticamente llamado Sindicato Español Universitario (SEU) y gracias al “enchufe” de un tío mío, que era Decano de una Facultad, y me ayudó a lograr plaza. “¿Café, thé ou chocolat?” me preguntaba cada mañana una viejecita encantadora que servía los desayunos. El almuerzo también lo hacíamos en el comedor universitario.

En aquel agosto, primer año de mi libertad condicional, Ada, que había prometido visitarme, se presentó en París... con un amigo. Ambos se habían conocido al borde de la carretera, mochilas a la espalda, caras quemadas por los soles de la meseta de Castilla, los céfiros de los Pirineos Atlánticos, las brisas resinosas de las Landas, el bochorno verde y húmedo de Dax, y los dorados rubores de los viñedos de Burdeos. Así hasta París, procurándose caminos no trillados. Y yo, de turismo por Versalles.

La diosa Ada estaba radiante, en sus glorias. Se abrazó a mí y me hizo abrazar a su socio de autostop, que resultó ser un tío legal. Mayor que nosotros, había estudiado sociología en La Sorbona y nos enseñó un París desconocido que no he vuelto a saborear. Hicimos un poco el trío de Jules et Jim, pero sin abandonar mi adustez, tan hispana. Me porté muy bien. Aguanté los celos y disfruté viendo a Ada disfrutar con cara de aleluya.


En el Friburgo suizo dormía en una residencia de los padres agustinos y llenaba la andorga en el seminario que tenían allá los curas marianistas. En seguida aprendí el camino hacia el cuarto de las cámaras frigoríficas de aquel nido de levitas y mis dieciocho años agradecieron mucho los fiambres, embutidos y quesos suizos que me servía yo mismo, eso sí, con permiso de la autoridad eclesiástica.

En Viena cenaba y dormía en el colegio, también marianista, de la ciudad imperial. Mi cama estaba en un pabellón aislado del resto de los inmuebles donde vivían los religiosos. En el dormitorio colectivo de aquel internado, cerrado por vacaciones, moraba un servidor, más solo que un huevo frito en aquel septiembre austro-húngaro. Confieso que en aquella enorme alcoba, dividida por mamparas y con la típica estufa, tipo salamandra centroeuropea en su centro, pasé miedo y frío. Dormía a solas en un gran edificio, en país de lengua germana y con un hambre en las tripas que aún me suenan. Los curas y levitas cenaban, y yo con ellos, dos salchichas vienesas y una taza de té. ¡Ah! y pan negro, que era lo que me salvaba de caer exánime cada madrugada. En las escaleras de aquel pensionado vienés, sufrí por vez primera de lo que, a mi vuelta, el médico de casa diagnosticó como “dolores neuríticos”. El tiempo ha querido que sean muy llevaderos, pero en aquel entonces y en aquel país tan “rejodío”, creí que me había dado un “paralís”.


(el autor en la foto de su primer carnet de identidad)


( capítulo octavo )

En Fribourgo me matriculé en L’École Benedict para seguir un curso de lengua y literatura francesa. Los tres amigos españoles armábamos tal algazara que las clases se interrumpían sistemáticamente con este estribillo del profesor suizo: “messieurs les espagnoles, là bas, ¿de quoi rigolez vous?”. Yo me reía del profesor, un ridículo tipejo de la bas ville.

También me regocijaba de tener 18 años y haber ligado ¡en la parroquia del pueblo! con una italiana atractiva, simpática y cariñosa. Fue en una fiesta para estudiantes extranjeros. Se llamaba Ligia y era pelirroja, con pecas y una espetera admirable. Un auténtico torbellino toscano. Me recordaba a Monica Vitti, pero a la pata la llana y con más raza si cabe. Parecía un personaje de Fellini/Antonioni/Dino Risi.

Y yo contabilizaba mi segundo ligue extramuros, que el primero fue con una inglesita llamada Wendy a quien conocí en el Mar Menor, donde la guiri se ocupaba de desasnar a unos niños ricos y borricos, hijos de un exportador pimentonero. La joven institutriz estaba tristona y debió juzgar que el único mozo potable del lugar era yo, modestia aparte y mejorando a los entonces presentes. Yo no hablaba inglés. Ella, cuatro cosas en español con acento de “hay bueyes en el rebaño”.

Pero nuestro pequeño romance de verano nos ayudó a sentirnos iguales entre nosotros y distintos de los demás, de aquella troupe de vándalos, tanto indígenas como veraneantes. Si hablo de ligues no vernáculos me tengo que acordar de un beso que me dio una niña francesa, en el verano de preu. Acaeció en el portal del hostal donde se hospedaba en la Gran Vía. Pronto aprendí que en París las personas se besaban así, en la calle, en aquellos años todavía de represión para los españolitos.


Aquel beso me trae a las mientes mi primera detención para declarar en un cuartelillo de la Guardia civil. Sucedió en la playa de La Torre de la Horadada. Ya saben: “el cura del Pilar de la Horadada, como todo lo da, no tiene nada y, a falta de vecinos y vecinas, por la calle circulan las gallinas...”. No puedo presumir de malos tratos, pero no he olvidado la humillación de ser conducido al cuartelillo, ella estupefacta y avergonzada, y yo asustado y renegando de la época y pasaporte que me habían tocado en suerte. Noche oscura, playa de un mar sin olas, Wendy y yo reconociéndonos y deseándonos. Linterna del cabo de la pareja de la Guardia civil ¡mosquetón al hombro!

Los niñatos que se pasean hoy con banderas sin el escudo constitucional, si hubieran padecido o padecieran en sus carnes episodios semejantes, quizás gustarían menos de la autoridad, de los bigotes y de las hazañas bélicas.

Si hablo de una primera detención es porque hubo una segunda, también con chica y por igual delito: retozar junto al mar en playa y hora desiertas. Esta vez, tres o cuatro veranos después, la chica era de un guapo subido, un cañón del Colorado de fabricación española, y con más peligro que una piraña en un bidé. Ella y yo estábamos a lo nuestro en noche de plenilunio en la calita rocosa de Cabo Roig. La historia fue un remake de la anterior y mi cabreo mayor porque perdí una lentilla en el incidente. Para los jóvenes y jóvenas que seguramente no me leerán, diré que mis lentillas, de rígido cristal duro, fueron de las primeras que adaptó en Madrid la doctora Carmen Tato (“microlentillas de contacto”), en la calle Jacometrezo de Madrid. ¡Casi ná! ¡Ah! también perdí las 250 pesetas de la multa. El honor de la rubia niña pija salió indemne del trance, pues conseguí que el sargento no tomara los datos de su documento de identidad. El mío bien, gracias. En el fondo, y casi en la forma, en el cuartelillo tenían ganas de aplaudirme.
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Comentarios

  1. Historias del ayer que calan hondo en tu corazón.
    Ada te dejo huella igual que la primavera te deja huella cada año y la sangre altera.
    Pero dicen que una mancha de mora con otra mora verde se quita.
    Es buena medicina.
    Y al profesor no se le olvidara Laxen BUSTO,si aun vive.Jajajaaaa, buen escarmiento le dieron al viejo verde.
    Sin contar el de su mujer...

    Un placer leer tus relatos de una época de represión donde narras detalles reales de la vida cotidiana de juventud,divino tesoro donde te as ido....para no volver más que en el recuerdo y en el papel.


    Un abrazo fraternal de MA.

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  2. Aun saboreo tu escrito, eres ma-ra-vi-llo-so escritor. saludos

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  3. Amigo mío, escribe usted de cine...El "usteo" viene a que me gusta usarlo cuando admiro a alguien; después, sigamos con el tuteo. Lo mismo cuando describes hasta que "tocamos" las situaciones que nos presentas y "las vemos" como testigos omnipresentes o cuando nos haces partícipes de ese corro de aventureros estudiantiles metidos en harina a la caza y captura de la moza espectacular y, en mi caso, al mozo ese que miraba, ceja en alto, mirada entornada y que para cruzar la calle nos rozaba el codo para dirigirnos hasta la acera, recatado, caballero y que el aliento junto la oreja hacía temblar...( y si era de la tuna, ni te cuento) En todos los casos, ahí me veo. Revivo aquella época que si fue buena, (¡tan buena...!)era porque éramos unos niños despertando a lo que se aproximaba.
    ¿Represión? ¿Qué represión? O se era decente o se era un despendolado. Yo era decentona aunque intentaban que no lo fuera. Desgraciado que caíste en la mala suerte de que te detuvieran. Una preciosa aventura el despendolamiento, la detención, Ada, los celos y todo lo que te envolvió. Reconócelo.
    ¡Vaya una vida de estudiante...! Una servidora no salió de hacer el bachiller en Molina y Magisterio en Murcia. Después, ya fue otra cosa, pero me encanta que los dos anduviéramos por lugares terrenales, "del montón", vaya, como el Mar Menor antes que se estropeara; Cabo de Palos, Los Urrutias...
    ¿Qué fue de Ada? No nos dejes con la miel en los labios, amigo. Hubiera sido bonito casarse con ella en Los Jerónimos.

    Vale. Publica tus memorias que no tienen desperdicio. Me encantan

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