Los veraneos de antaño (segunda parte)


( el autor al sol de La Habana )

( Capítulo cuarto )

Tan lejos quedaba el pueblo más cercano, que cada semana había de pasar por las casas de la dehesa una galera grande llena de telas, puntillas de encaje, jabones y productos de olor. No existían las cremas de protección solar. La Nivea ayudaba a freírnos al sol, quemaduras que se aliviaban por la noche con paños mojados en vinagre. El comerciante que llevaba el carruaje, tirado por dos mulas enjaezadas, era conocido como “El Corsario” y, hecho el trato, nos regalaba caramelos caseros con sus manos de corsario levantino.

Conocíamos el valor de las cosas y la lógica de heredar camisas o abrigos de los hermanos mayores. Para sacar o meter pinzas o dobladillos, poner o quitar hombreras, o dar la vuelta a chaquetas o saharianas estaban las modistas que iban a coser a las casas en las máquinas Singer de pedales. Guadalupe se llamaba la nuestra de Madrid. Llevaba el pelo acardenalado en permanente achicharrada y tenía un novio torero o casi.

En las fiestas mayores y en algunas menores, en la casa de los peones camineros los labradores y tractoristas aradores hacían un baile, con laúdes y bandurrias. El aparcero que mejor tocaba la mandolina, a púa, se llamaba Tomás “El de la Alfalfa". Las mozas le festejaban y le buscaban las vueltas, de galán que era. Hice buenas migas con él, y al caer la tarde me dejaba acompañarle a segar con hoz alfalfa para echarla de comer a los conejos, que bien que servían para el arroz cuando no era temporada de caza.

Bien mirado, me parece que en aquella bendita dehesa las vedas no se respetaban escrupulosamente y las parejas de la Guardia Civil que hacían sus rondas a pie eran tratadas con gran consideración. Más de una vez les vi recibir un par de cartones de Chesterfield de contrabando,traído por los barcos extranjeros que venían a cargar a las salinas de San Pedro del Pinatar o a las de Torrevieja. También circulaba el Pall-Mall largo y sin filtro, así como el rubio inglés de Virginia que decían Navy Cut. Éste último fue causa próxima de mi primer y no grato encuentro con el cigarrillo.


( el autor en Murcia )

( Capítulo quinto )

Las personas mayores jugaban después de comer al dominó, a la sombra de un tejado de brezo, que cubría un jardín redondo en cuyo centro había una fuente con un surtidor y unos peces transparentes que se decía servían para comerse las larvas de los mosquitos. El jardín se llamaba “Corea”, supongo que por aquella lejana guerra o por la forma del techado. No creo que nuestros grillos fueran a la zaga de los coreanos en lo que a estruendo nocturno se refiere.

Por la noche los mayores jugaban al póquer y se llegaban a juntar 10 ó 12 grandes coches, Packard, Chrysler, Pontiac o Citroën 15 ligeros. El más pequeño era el Fiat Balilla de don Vicente, capitán retirado de la marina mercante casado con doña Herminia. No tenían hijos y eran parientes pobres de los amos de la dehesa. El Balilla era de dos plazas bajo la capota, más otros dos asientos que se descubrían en la parte posterior, donde hoy los coches llevan el maletero. Me gustaba ir atrás, cara al viento, tragando el polvo de los caminos sin asfaltar y mirando los taludes de tierras amarillas como el asperón.

A las interminables partidas de póquer se apuntaban algunos aviadores de la Academia General de San Javier, además de Ernesto, que era el administrador de la finca y el matrimonio Maura, Juan y Menchu. Él era gerente de la Unión Salinera Española y mi padre llamaba a Menchu Maura “la leona de Castilla”.

El mundo de los adultos me parecía perfecto. ¿Qué más se podía pedir a la vida que levantarse tarde, comer con gusto y sabiduría levantina, hacer sobremesa jugando al dominó, dormir larga siesta, cenar con amigos alegres y charlatanes, y luego jugar al póquer hasta la madrugada? Y ello por no hablar de los habanos, o del whisky legítimo, en un país en el que no había de nada o era ilegítimo.


( el autor al sol de invierno )

( Capítulo sexto )

La única mujer que hacía lo mismo que los hombres era la Maura. También reía y fumaba como ellos. Ni mi madre, ni doña Encarnita, la señora y dueña de la dehesa, ni Marisa, su señorita de compañía, se mezclaban con los caballeros salvo en las comidas y en las misas.

El entorno femenino se completaba con las guardesas. La hija de los que cuidaban la Casona se llamaba Pilar Treviño y era muy simpática y guapa. Candelaria se ocupaba de la casita de la playa. Tenía dos o tres hijos rubios y descalzos.

Pepe, el de la tartana, cantaba muy bien flamenco. Creo que de él me viene la afición que aún conservo por el cante. Pepe Pinto, Juanito Valderrama, Manolo Caracol, Antonio Molina, Carmen Morell y Pepe Blanco, estaban de moda entonces, cuando Manolete murió en Linares, cornada que cogió a mi familia en Campoamor. Yo no tengo memoria de estar en este mundo cuando acaeció aquel duelo nacional. Igual que a la llegada a Barajas de Jorge Negrete, prototipo de macho mexicano que revolucionó mucho al personal femenino de la pacata España.

A propósito de la tartana diré que aún me persigue una leyenda familiar que atribuye a mi descuido la caída desde el carruaje de mi hermano pequeño, entonces de pocos meses de edad. Yo recuerdo que fué en la cuesta de los pinos, pero no estoy seguro de ser yo quien llevara en brazos a mi hermanillo. Sea como fuere, el porrazo no tuvo consecuencias y Valeriano mide ahora casi dos metros, el angelito.

Uno de los aviadores que jugaba al póquer, llamado, si mal no me equivoco, “la pava”, alguna mañana de playa nos entretuvo con su avioneta de entrenamiento pegándonos pasadas en vuelo invertido. La cabeza del “jodío” piloto pasaba casi rozando, lo prometo, los cables del teléfono o del telégrafo, que no sé de qué eran, porque me parece que, en los primeros años de nuestros veraneos mediterráneos, no había teléfono en la finca. Por cierto que, una vez, un zagal llevó un recado al patrón de la finca, creo que de parte de la fábrica de chocolates Tárraga. La partida de dominó estaba caliente y el recadero no recibió propina. Entonces el chavea va y dice “don Antonio, y si me preguntan cuánto me ha dado usted de propina ¿qué les digo yo?”.

Comentarios

  1. Doce con veintiuno, hora nocturna, me tocó la buena suerte, entre a la red para leer un poco, con la esperanza de encontrar una historia bonita, te encontre y voy a cerrar los ojos imaginándome dominos, chicos y chocolates. Creo allá en el rancho grande con Jorge Negrete me llamara de repente.Saludos

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  2. Buenas tardes Manuel, leo nuevamente tus capítulos y paso a comentarlos todos en uno, admiro tu capacidad de observación y memoria después de tanto tiempo y veo que continúas con la incurable nostalgia.
    Siempre has afirmado que la libertad sin control era un gozo para un niño de ciudad, de ese aprendizaje que parece tan lejano, cazando mariposas, eligiendo amigos o guardando secretos, todavía quedan influencias en el temple de lo que hoy eres.
    Creo que puede resultar de poca moral y baja influencia si hablo de otra iniciación distinta, había cosas prohibidas en casa y en el colegio que los chicos no hacían delante de los mayores, como silbar, escupir lejos, soltar algún taco, dar alguna calada a un cigarrillo y pelear en tierra batida y ni siquiera se hacía por ir contra la norma social, me preguntaba si eso formó o no parte de tus veranos de antaño.
    Por cierto, que al autor le favorece el bronceado murciano.
    Un abrazo grande y fuerte en esta tarde dominical.

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  3. Había perdido tu enlace. pero en otro blog encontré tu pista de nuevo, no sabes como me ha gustado.

    Un abrazo

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