Crueldad veneciana



(fotos tomadas por el autor)

Durante la cena, a medida que la noche se cerraba, la confidencia de aquella mujer con roja mata de pelo rojo se iba transformando en cruel descripción, con pelos y señales, de su infidelidad para conmigo.

Y conste que de ella, mutable cual pluma al viento, mi razón no esperaba sino unas migajas de calor. Apenas eso.

A pesar de mi convicción intelectual, jamás me había sido dado imaginar que la hiel de su confesión fuera tan amarga, y tan honda la daga que me rasgó en dos. En aquella cena en la trattoria Da Ernesto en Venezia, la diosa de la roja mata de pelo rojo, en el fragor del champagne Taittinger, me invitó a contemplar en su teléfono de bolsillo una foto de su amante ultramarino.


(en la amarga cena)



Airado, rehusé su ponzoña y salí a la puta calle a llorar un cigarrillo.
En el camino de vuelta al hotel, ambos en marmóreo y civilizado silencio, se me hizo evidente la imposibilidad de pasar con ella aquella amarga noche.

Necesitaba estar a solas con mi cabreo. Sentía repulsión hacia ella y su cruel y estúpida confesión. Llamé a un aquataxi y pedí a su conductor que acercara a aquella mujer, de pronto tan ajena a mí, a nuestro hotel, contiguo a La Fenice.

Liberado de su insoportable presencia de mujer, me metí en el lounge bar del edificio Mondadori. Dos vodkas después, la cosa estaba clara. Tenía un plan.

De regreso al hotel pedí en recepción una segunda habitación, lo más alejada posible de aquella que habíamos compartido cuatro noches, con sus madrugadas, sus desayunos y sus apasionadas siestas.

Me resulta imposible dormir sin pijama y con recuerdos.






(nuestra habitación)

El problema del pijama era más fácil de solucionar que la cuestión del peso del recuerdo de su olor de hembra ¿Por qué me conmueven tantísimo las mujeres fatalmente pelirrojas?

Un billete de cincuenta euros convenció al hombre de la conserjería de que el guión exigía una llamada suya a la habitación de la infiel mujer de la mata de pelo rojo para pedir, en nombre mío, que hiciera al pronto mi equipaje.

Con otros veinte machacantes más, un mozo transportó mis maletas de la 425 a la 201. En plantas distintas y en alas opuestas. Distancia de seguridad.

En el minibar de mi nuevo cuarto no había ni vodka ni hielo. Opté por beber a morro dos botellines de Beefeater. Me tragué una píldora sedante, me lavé cara y dientes y soñé con mi patio y mi aljibe y con las trenzas de mi primer amor, el que sentí hacia una niña rubia trigo.

¿Siempre caeré en los mismos errores? ¿Es que no he de cansarme de desear la fruta del cercado ajeno?


¡Qué ciudad más puta y fría es Venezia!




Me desperté en un puro sobresalto. Las pesadillas me hacían gritar.

El estómago me dice que el momento más duro de mi vida no ha llegado aún. Que llegará cuando el deseo se agote y no me queden ganas de zascandilear.

Desayuno un bull shot bien cargado de vodka. Me confortaba la idea de que hay diosas con tan buenas tragaderas que son capaces de dártelas con un tipejo que sólo sirve para ir a la oficina y al retrete ¡Con su pan se lo coman!

¿Qué he de hacer con la tunanta de la habitación 425? Si me tropiezo con ella en medio de un pasillo del hotel ¿temblará la firmeza de mi decisión? No me será fácil desapegarme de esa pelirroja para siempre jamás amén. No parece, no.
De la carpetilla de mi cuarto, viudo de amor, saco una cuartilla con el membrete del “Hotel de La Fenice y Des Artistes”, San Marco, Campiello della Fenice 1936, y escribo:

—“Fuiste desleal a tu conciencia al no apostar, tan solo, por el amor que yo te entregaba…”

Ya se sabe que la mejor manera de olvidar a una mujer es hacer literatura con ella.




(mi cuaderno moleskine)

El resto de mi carta a la infiel eran prosaicas instrucciones sobre el aquataxi que la habría de depositar en el aeropuerto Marco Polo aquella misma tarde y acerca del número de su vuelo para Madrid. La pasta, como siempre, corría de mi cuenta.

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