Alicante-Miami

Quien mal anda...                                




(fotos del autor)

La madre y su hija vivían en Orihuela desde que el padre se había marchado de casa con una cubana muy simpática.

La madre trabajaba de vendedora en una sociedad de promociones inmobiliarias que había ido llenando meticulosa y especulativamente de chalecitos adosados casi todas las tierras de secano comprendidas entre San Pedro del Pinatar, el Pilar de la Horadada y San Miguel de Salinas.

La chica nunca fue buena estudiante y sí, en cambio, una auténtica líder de la cultura del botellón ampliamente implantada en la zona. Es cierto que el clima benigno, el perfume nocturno de las flores de azahar y el natural permisivo de las gentes de Levante propiciaban un cierto relativismo moral, tranquilizador para padres, educadores y estamentos políticos y municipales.

La chica necesitaba algún dinero para instalarse con su novio en un apartamento, pagar la fianza del alquiler, comprar cuatro trastos y una nevera y, claro está, un somier y un colchón. El novio poco podía aportar porque en su casa eran muchos hermanos y bastante tenía con su tetraplejia y sus oposiciones para funcionario del Excelentísimo Ayuntamiento de la localidad.

Una noche de movida y litrona, en la que la fragancia del jazmín y del galán de noche podía al olor a estiércol de los campos recién abonados, un chaval habló con la chica y le propuso para dos semanas después un trabajo agradable y bien pagado.

La chica se levantó nerviosa aquella mañana. Era su primer viaje en avión, nunca había salido de España y apenas hablaba inglés. 



Las instrucciones de la organización eran muy claras. Vuelo IB-1391 de Alicante a Barcelona. Dos horas después vuelo KLM-1666 a Amsterdam. En el aeropuerto de Schiphol tres horas de escala para seguir a Miami en el vuelo KLM-6057 de la propia compañía.

En la zona de tránsito de Schiphol, justo enfrente del Dutty-free, un chico bien vestido con aire de ejecutivo de una firma de auditoría, le entregó una caja de chocolate belga.

El vuelo a Miami fue agradable, la comida correcta y las películas, que no había visto, entretenidas aunque apenas sí entendía los diálogos. Ni falta que hacía para seguir las cabriolas de Jean-Claude Van Damme o Steven Seagal.

La monja que estaba sentada a su lado le contó que iba destinada a un convento de clausura que las Clarisas Capuchinas tienen cerca de Orlando. Estaba ilusionada y excitada después de quince años de oración y recogimiento en La Haya, donde llovía y hacía frío.

Nada más llegar al aeropuerto Miami International empezó el calvario de los trámites y controles de seguridad e inmigración, exacerbados por la psicosis del 11 de septiembre.

Aunque ella explicó varias veces, en castellano, que estaba en tránsito para San José de Costa Rica, los oficiales de inmigración la gritaban, también en castellano eso sí, que debía rellenar los formularios para entrar en USA, cosa que hizo con dificultad y con un rotulador que le prestó la monjita, quien se manejaba con la soltura que debe proporcionar la vida contemplativa.

Cuando ya estaba técnicamente en territorio USA, y después de abrir por segunda vez su maleta y la bolsa de mano, apareció un policía de la DEA con un precioso perro pastor alemán de pelo oscuro y cara bondadosa. El perro olisqueaba profesionalmente personas y enseres y vino a pararse justamente a la altura de ella, meneando el rabo y mirando al agente de la DEA, muy parecido por cierto a Clint Eastwood en Harry el sucio.

Súbitamente aparecieron más uniformes de policía que transportaron a la chica en volandas a una oficina del Departamento del Tesoro.




El pastor alemán estaba muy ufano sentado delante de la caja de chocolates y su rabo era una fiesta. Se había ganado una buena ración de pienso compuesto.

Quince días después el Cónsul de España llamó a la madre de la chica para decirla que su hija estaba en una prisión federal acusada formalmente de tráfico de drogas y de pertenencia a una organización internacional de tráfico de estupefacientes. En total, la fiscalía se proponía solicitar una pena de prisión incondicional de 20 años. Y sin posibilidad de beneficios ni remisiones de condena por trabajo o buena conducta.

La chica había cumplido 18 años el verano anterior y su madre estaba muy contenta porque, si bien había dejado los estudios, iba a empezar a trabajar en una fábrica de conservas de Molina del Segura. Como dijo su hija por aquel entonces "por lo menos ya tengo la miseria asegurada para casi toda la vida". Claro está que ella se refería a su trabajo en la fábrica, no a su largo horizonte carcelario.

Comentarios

  1. Cuando a una hija con poca cualificación le ofrecen trabajo altamente remunerado, es obligación de madre indagar, no vaya a ser que el dulce contenido de una cajita, se convierta en peligroso obsequio de bienvenida.
    En cuanto al aeropuerto de Miami, me reservo la opinión por no ser buena.
    Un abrazo, Manuel. He querido escribirte, hoy que puedo.

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